maría sahuquillo. madrid


Mariam Traoré. Ese es mi nombre en Mali. Con el que el sabio Armé, después de echarme una mirada larga de arriba a abajo, me bautizó. “Te llamas así”, me confirmó sonriendo y encogiéndose de hombros.
Así, indiscutible. ¿Y cómo replicar a aquél estupendo padrino/consejero/taxista/amigo…? Y Mariam Traoré fui el tiempo que pasé en el país del árbol del karité, de carreteras rojizas y arenosas, de cascadas escondidas. Mali me acogió. Me gusta pensar que hasta me adoptó un poquito. ‘Toubab’, sí; pero maliense. Aunque como una ‘toubab’ (blanca) nunca alcancé ni alcanzaré la elegancia de sus gentes.
Porque los malienses no andan, bailan. Caminan erguidos, muy muy rectos. Y se balancean con un equilibrio asombroso. Con tanto garbo. Hasta el blanco más musical se sentiría poco armonioso a su lado. No me imagino esa gracia acompañada de un fusil. Tampoco la mirada limpia de aquellos a los que conocí inundada de la incertidumbre y el temor que deben sentir ahora.
Malí me concedió uno de mis mejores cumpleaños. El que me brindó mi querida Susana --maliense de corazón y espíritu—al descubrirme al mítico Yaya Coulibali y a sus marionetas, que me regalaron una insólita representación teatral y musical. Allí, en el patio de su casa, al que, invitados por los sonidos, acabaron llegando la mayoría de los vecinos del barrio. Y mujeres y niños reían, palmeaban y se balanceaban al ritmo primero de las marionetas y después de los estupendos bailarines del grupo de Coulibali. De nuevo elegantes. Inmensos.
Maria Sahuquillo, la ‘toubab’, es mujer alunarada. Recorren su piel pequeños puntitos oscuros que la hacen, según me revelaron dos pequeñas sabias de siete años, mucho menos ‘toubab’. “¿Ves? Debajo somos iguales”, replicaban divertidas después de haberme observado atentamente una tarde de sol y música en el Museo Nacional. Así, Mariam asoma bajo la piel de una María que las niñas palpaban; comparando los oscuros lunares con su propia piel. Y se reían. Y se miraban como si hubieran descubierto la razón de nuestra palidez.
Y esa gran clave fue otro regalo de aquél viaje que fue mi puerta al África de más allá del Magreb.

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